Los primeros cristianos habían tomado de los orientales la creencia de que la tortuga, por habitar en el barro, era la personificación del mal y, peor aún, de la herejía, y lo reflejaron en el nombre que se dio al animal en bajo latín, tartaruchus (demonio), derivado del griego tartarukhos, palabra formada por tartaros (infierno) y ekhein (habitar). O sea que la tortuga era considerada un 'habitante del infierno'.
La palabra aparece en castellano con su forma actual ya en el diccionario de Nebrija (1495), mientras que en italiano y en portugués se llama tartaruga, probablemente un femenino de tartaruchus en latín vulgar.
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